novela corta, valiendo por si, por sus méritos intrinsecos, constituian — oh dolor del passado! — la iniciación de una realidad inmediata, más alta, vigorosa e incontrastable, que la muerte canceló al derrumbar en flor la vida que los inspiraba. Porque conmueve pensar lo que pudo una niña casi y lo que hubiera podido, máxime cuando alentaba y cuidaba ese espiritu un corazón tan noble como el del ilustre novelista Ferreira de Castro, si la fatalidad no hubiera interrumpido para siempre el trabajo y el idilio de esas dos vidas, tan paralelas y tan jugosas en su amor y en sus obras respectivas.
Insistimos en que Pedras falsas con ser um manantial de arte literario, vaticina lo que su autora era capaz de ganar en tales menesteres. Una prosa limpia, ágil, ornamentando idéas — mejor, ideales — de clara prosápia. Y, sobre todo — a lo hondo de esa prosa, que se vertebra, con denodɔso empaque — estilo —, lo más caracteristico de la personalidad de Diana de Liz: su ternura y su ironia. Ni ésta tan acerba que hiera, ni aquélla tan lirica que embriague. No. Una y otra ecuánimes, inteligentes, finas. Como de mujer, al cabo. Pero de mujer que sin renunciar a su feminidad, más bien esgrimiéndola como condición tipica, conoce su derecho de intervención en los temas que informan lo subalterno y primordial de la sociedad circundante.
En el prólogo, Ferreira de Castro define la persolidad de Diana de Liz y la importancia de su obras. Prólogo sincero, empapado de emoción y de lágrimas. Quien convivió tantas horas felices al lado de aquel egregio espíritu no ha podido, a través del tiempo, mitigar sus más intimos duelos, y asi, ahora en ese prólogo lo recuerda y lo siente con plurales angustias.
— De El Sol, de Madrid —
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